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EL CONDENADO

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«Si estás condenado, estás condenado; eso pensaban en la Antigüedad», me dijo Joaquín cuando me habló de esas tres mujeres con túnica que hilan la vida de la gente. Pero, según él, las cosas no eran así; «si estudias mucho y aprendes latín, griego, historia y geografía, te salvas», aseguraba. Y Joaquín, que sabía mucho de todo eso, se creía a salvo. Lo conocí cuando me llevaron a una escuela que no estaba lejos del poblado de chabolas en el que me crie; un barracón prefabricado en el que una docena de niños gitanos pasábamos las mañanas entre libros, lápices, sacapuntas, y gomas de borrar que olían a golosina. La llamaban «escuela puente», porque era el puente que debíamos cruzar para ser normales, como los payos. Joaquín era nuestro maestro, pero no era un viejo con bigote que te daba con la regla de madera en los dedos, como decía mi hermano. ¡Qué iba él a saber, si no había ido nunca a la escuela! Joaquín iba en vaqueros, calzaba zapatillas de deporte y algunos días venía con una

QUE BIÉN LE SENTABA EL BLANCO

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  Hacía más de dos años que lo habíamos llorado, incinerado y dejado partir al paraíso de los macarras, que yo imaginaba decorado con pósteres de mozas pechugonas y amenizado con canciones de Camela en la megafonía. Por eso, tendría que haberme sorprendido cuando me lo encontré allí, en el pasillo de urgencias, después de tanto tiempo. Aún no sé por qué extraña razón, en ese momento, me pareció normal. Alargó un brazo para darme un cariñoso cachete antes de llegar a volverse, como si apenas terminara de hablar con algún amiguete.      —Tú por aquí, chipirón…      «El abuelo tiene voz de coche viejo que no arranca», le dije a mi madre cuando era niño, y eso le hizo mucha gracia. Seguía sonando cascada y ronca, pero me sentí reconfortado cuando la volví a escuchar. Él apoyó sus manos en el borde de mi camilla y enseguida reconocí esos pequeños puntos verdosos,  cerca de sus nudillos, que nunca entendí para qué servían. Ahora, mirándome desde arriba, apretaba los labios dibujando esa muec

TONGA, RESONANCIAS DEL PACÍFICO

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¡Tonga...! Magnífico topónimo de sonoridad retronasal, que trae a nuestra mente la refrescante imagen de playas de arena clara, aguas cristalinas que centellean bajo el brillo de un sol resplandeciente y el bisbiseo de las hojas de palmera que se acarician entre sí al al ritmo cadencioso la cálida brisa tropical. Sin embargo, lo mejor que nos ofrece ese lejano paraíso es, en realidad, su propio nombre: Tonga. «Tonga» es una de las palabras que cualquier persona con un mínimo de sensibilidad gusta de pronunciar. De hecho, es una de mis palabras favoritas y, tal vez, la que más satisfacciones me produce cuando tengo la ocasión de articularla en voz alta. «Tonga...». La pronuncio despacio, dejando que la lengua quede retenida sin apremio sobre el velo del paladar al hacer sonar la ene, disfrutando de su carácter nasal y retrasando la llegada de la oclusión inevitable de la ge, que nos catapulta graciosamente hacia la a, vocal que, a su vez, resuelve en un satisfactorio final en el que que

DIFÍCIL DE ATRAPAR

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  La trampa, elaborada meticulosamente, no podía fallar. Sin embargo, cuando el veterano policía entró batiendo con la vista el perímetro de la habitación, comprobó abatido que su objetivo había escapado.      —¡Rata asquerosa…! —masculló con rabia.      —Debería ver esto, inspector.      Ambos de agacharon en el centro de la habitación y Carrizosa compuso una mueca de dolor, como si el crujido de las rodillas de su superior, ya en cuclillas, le hubiera dolido a él. Examinaron un pequeño objeto situado exactamente en el centro de la estancia. El inspector sostuvo sus delgadas gafas de ver de cerca. Al poco, se las quitó y se dio algunos golpecitos con ellas sobre la rodilla antes de incorporarse.      —No le falta osadía, desde luego —concluyó Carrizosa—. ¿Qué hacemos, inspector?      —De momento, tráigame otro trocito de queso, a ver. ______________________________ Práxedes Tartalado

ESEPAÑÓLESE, FARÁNACO HA MUÉRETO

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Canasado y somonoliéneto, un hómebere sale de su oficina para tomare une café en ele bare.      —Ponme un cortado, Bernardo, por favor.      Ele camarero se sonerríe mieneterasa viérete une chorrito de leche ene su vaso. Se esecuchan alagúnasa risítasasa de lose quiliénetese senetados a lasa mésasa.      —¿He dicho algo gracioso? —peregunetó voloviénedose hacia quiénese aúne reíana. Berenáredo, desede el ineterioro de la barra, se aneticipó a reseponedérele:      —No, Anaderese, ese poro como lo hasa poronunuciado.      El hómebere le mira con equesetarañeza, álego deseconeceretado. Una niña pequeña se acéreca hasata susu piese y lo señala cono la piruleta de féresa que saca de su boca.      —¡Qué garacioso! Mira como hábala esete señoro —le dice a su mádere, que se cúbere la boca oculetánedo la risa.      —¡Pues cómo quieres que hable, criatura! La que tienes que aprender a hablar eres tú; dile a tu madre que te enseñe. ¡Habrase visto, la mocosa! —la reperime Anaderese.      La chiqui

A TUMBA ABIERTA

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  Noviembre ha dejado caer un suave velo gris sobre la ciudad atenuando los perfiles de todas sus sombras. El silencio que precede a la competición cobra un especial significado, convertido en un muro invisible que se impone, inexorable, frente a la incógnita del resultado. Son las doce y diez, apenas unos minutos más tarde con respecto al horario previsto. En el descansillo de la sexta planta de un edificio residencial, en el número once de la calle Obispo Vidal y Retuerto, una mujer de setenta y tres años espera la llegada del ascensor junto a un carrito de la compra de tela escocesa; es doña Milagros, la vecina del sexto derecha. La puerta del sexto izquierda se cierra con firmeza y el estruendo resuena por todo el edificio. Aparezco yo, Joaquín, con mis vaqueros cuidadosamente rotos, una sudadera del Decathlon y estas zapatillas rojas que me resisto tenazmente a tirar a la basura. Ya no hay vuelta atrás: inmaduro treintañero mileurista y señora con pelo de bola nos damos cita en la

LA MUTACIÓN SIBERIANA

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  Vista desde aquella lejana nube, la gran esfera azul transmitía una falsa sensación de quietud. El anciano la contemplaba con los brazos en jarras, como si evaluase su lento movimiento giratorio que exponía u ocultaba océanos y continentes del lejano resplandor del sol. —Yo creo que te estás pasando; mira que es Navidad —dijo en voz alta un joven de aspecto famélico y cabellos descuidados que se repantigaba en una silla plegable blanca algunos metros detrás de él. El viejo pareció no haberle escuchado y permaneció pensativo, inmune al gélido viento de la troposfera que agitaba su barba blanca. Resopló y se cruzó de brazos. —Que les den —masculló. —Vale, pero podrías haber organizado algo más… definitivo. Otro diluvio, o algo así —le reprochó el más joven. —Pero ¿tú estás tonto? ¡Que tienen barcos, criatura! Sólo en uno de esos cruceros noruegos ya caben imbéciles suficientes para repoblar este planeta y varios de los que tengo de reserva en aquella galaxia de ahí atrás —rezongó señal

¡MATADLO!

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—¡Eh, mirad! ¡Ese hombre al que dábamos por muerto y que, aprovechando un descuido de los vigilantes, se ha apoderado del amuleto que el capitán Halls había escondido en la bodega del barco robado a los filibusteros jamaicanos justo antes de aquella terrible tormenta en la que el recién ascendido almirante O'Brian cayó por la borda trata de escapar! —¡Matadlo! ______________________________ Erica Vezzona

ANAMARI (caja tres)

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El anciano que me precedía tan sólo llevaba dos botellas de vino de oferta y una bolsa semiabierta de patatas fritas, de las que ya se había comido la mitad. Ella hizo avanzar la cinta y, al volverse, nuestras miradas se cruzaron un instante. Yo, con la cabeza baja, extraje del carrito la comida del gato, los canelones precocinados y el paquete de magdalenas rellenas de chocolate. El viejo toqueteaba las monedas que sostenía en la palma de la mano y ella, paciente, volvió de nuevo la vista hacia mí. Nos habíamos mirado. Fue sólo un instante, pero nos habíamos mirado. Podría fingir que no la había visto, que estaba distraído pensando en mis cosas, pero estaba claro que nos habíamos mirado, eso era indiscutible. Cuando llegó mi turno, levanté la vista con los ojos entrecerrados, como no queriendo ver los suyos que me sonreían hasta desaparecer bajo una divertida sucesión de arrugas que multiplicaban su belleza. Ella no dijo «hola», sino que, más bien, lo cantó e hizo sonar cuatro piti

PRÁXEDES VUELVE AL MAR MENOR

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Está decidido: Práxedes se va de vacaciones. No pasa por su casa para despedirse de su familia porque no tiene ni una cosa ni la otra. Se lo ha hecho saber al sargento Contreras con un silbido y dos rápidas palmadas en el muslo. El peludo suboficial lo capta enseguida, se adelanta unos pasos adivinando el camino y agita el rabo, feliz. A media mañana, los edificios de la ciudad ya se han hecho pequeños a su espalda y el viejo chatarrero calcula lo que le queda hasta Arganda, aunque tampoco es que le importe. Le sobra resuello como para silbar mientras camina y, de vez en vez, se agacha para redondear una caricia breve sobre el pescuezo de su acompañante, que ya ha hecho más vivo el jadeo. «Mañana o pasado saludamos a Neptuno, campeón». El bondadoso camionero que les acercó hasta Murcia se negaba a aceptar el viejo reloj, aunque «da la hora de maravilla, hombre», y, apenas una hora más tarde, una furgoneta arrugada que se afanaba en dejar de ser blanca se detuvo en el arcén.

ASUNCIÓN, LA DE LA MERCERÍA.

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Se alejó esposada, con la mirada serena y la cabeza apoyada en el cristal del vehículo policial. Había entrado en la sucursal justo delante de mí para interponer noventa o cien kilos de volumen corporal entre la empleada a la que me dirigía y yo. Bien arreglada, pelo corto, gafas con cadenita y un atroz rastro de olor a laca que hacía imperativo mantener la distancia de seguridad. Me pareció nerviosa, instalada en un cierto rictus que denotaba angustia. Se sentó frente a una joven que apenas se dignó a alzar la mirada y yo me dispuse a esperar mi turno apoyado en una columna cercana. La mujer extrajo de un voluminoso bolso marrón una carpeta de gomas llena de papeles; todo preparado para el ICO que, amparándose en las ayudas del gobierno, se afanaba por tramitar. Y sí, si están pensando que soy el típico fisgón que pega la oreja en las conversaciones de los demás, han acertado; me enteré de todo: Que su marido había sufrido un accidente cardiovascular, que ella tuvo que con

LIBRE, AL FIN

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Me llamo Emiliano y estoy sobrecogido. Por los gases digo, no por la pandemia, aunque también. Debí acordarme del atroz efecto de las coles de Bruselas, que me sientan fatal. No tardan en reaparecer, vengativas, en forma de invisibles zarpazos a media altura en el mi reducido salón, combinando agrios matices de metano con otros más profundos, como de poza séptica saturada de heces de jubilados ingleses que se alimentan de judías dulces con tomate. El confinamiento en un apartamento de treinta metros cuadrados, en estas condiciones, me parece fascista. Tardarán meses en encontrar mi cuerpo, y no quiero ser un número más en la estadística; voy a abrir la ventana. En el edificio de enfrente hay un hombre de pie, muy bien peinado, con una mano en el bolsillo. Abre mucho la boca y canta, canta ópera. No lo hace mal, y algunas cabezas se giran hacia él. Se cierran varias ventanas, y luego algunas más. Sigue cantando, pero su vigorosa voz resulta mortalmente herida por el chirrido i

ENTREVISTA A JACOB ZECKADO

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Jacob Zeckado: «Suelo criticar a quienes escriben frases anfibológicas con frecuencia» Erica Vezonna entrevista a la nueva figura de la narración Jacob Zeckado, ampliamente conocido en nultitud de antros y prostíbulos de Berlín en los que mantiene exorbitantes deudas sin pagar. _____________________________________________________________ Jacob nos recibe en pantuflas y luciendo un elegante batín de seda en su lujosa residencia de verano de la isla de Ibiza. Tras una inacabable sucesión de cristaleras, el azul del Mediterráneo pitiuso se hace protagonista en este idílico refugio de mármol blanco y muebles de Philippe Stark. Selectas piezas de decoración de gran valor, muchas de ellas robadas, nos recuerdan en silencio que la necesidad de sustento no ocupa espacio en el brillante y lúcido cerebro de nuestro admirado literato. — Hay quien considera su narrativa como un torrente embravecido de ideas cristalinas, o como fuente impetuosa que asperja una fina lluvia de l