QUE BIÉN LE SENTABA EL BLANCO

 


Hacía más de dos años que lo habíamos llorado, incinerado y dejado partir al paraíso de los macarras, que yo imaginaba decorado con pósteres de mozas pechugonas y amenizado con canciones de Camela en la megafonía. Por eso, tendría que haberme sorprendido cuando me lo encontré allí, en el pasillo de urgencias, después de tanto tiempo. Aún no sé por qué extraña razón, en ese momento, me pareció normal. Alargó un brazo para darme un cariñoso cachete antes de llegar a volverse, como si apenas terminara de hablar con algún amiguete.
    —Tú por aquí, chipirón…
    «El abuelo tiene voz de coche viejo que no arranca», le dije a mi madre cuando era niño, y eso le hizo mucha gracia. Seguía sonando cascada y ronca, pero me sentí reconfortado cuando la volví a escuchar. Él apoyó sus manos en el borde de mi camilla y enseguida reconocí esos pequeños puntos verdosos,  cerca de sus nudillos, que nunca entendí para qué servían. Ahora, mirándome desde arriba, apretaba los labios dibujando esa mueca tan personal con la que parecía tratar de contener una carcajada inminente, la misma que esbozaba justo antes de soltar alguna barbaridad. Un domingo que vino a comer a casa, mamá le contó, orgullosa, que me habían apuntado a un selecto club de tenis que se acababa de inaugurar. Él dijo que le parecía muy bien y se volvió entonces hacia mí:
    —Muy bien, Guille, eso del club está muy bien. De hecho, a tu difunta abuela yo la conocí en un club—. Mi padre volvió de la cocina con el postre y nos encontró riendo al borde de la congestión, así que sumó su risa a la nuestra aun sin saber qué era eso tan gracioso de lo que nos andábamos tronchando.
    El mejor verano de mi vida fue el que pasamos con él en Torrevieja. Mamá me explicó, con sospechosa profusión de detalles, que el abuelo había estado de viaje varios años y que, a su vuelta, su casa se había quemado, y que por eso se quedaría con nosotros hasta que encontrase dónde vivir. Y es que mi abuelo Paco tenía su vida sustentada en dos versiones: la que me facilitaban las fuentes oficiales, la de mis padres, y por otro lado, el montaje del director, ofrecido por él mismo cuando se le iba la mano con la sangría. Según papá, esas tres estrellas asimétricas que destacaban en su abdomen cuando iba en bañador eran las cicatrices de una delicada operación de intestino que casi acaba con su vida. Pero él, una noche fuertecita de chupitos, de esas en las que intercalaba malísimos chistes verdes con algunos estribillos de Los Chichos, se señaló las cicatrices y me miró de frente a los ojos, fingiendo seriedad:
    —Escúchame lo que te digo, tarugo: mucho ojito con los intereses de los bancos, que yo entré una vez al Popular a por un préstamo y me metieron tres puntos de más —dijo antes de explotar en una ruidosa carcajada que ensombreció bruscamente el semblante de mis padres.
    Mis recuerdos de adolescente se hicieron más vivos cuando me llegó el aroma anisado de su loción de afeitar, la Williams de toda la vida, que yo creo que se ponía hasta en los calcetines. Desde la camilla alcancé a ver su figura esquelética que se alejaba mientras me sonreía, con la camisa abierta casi hasta el ombligo y su gruesa cadena de oro en primer plano. Me pareció elegante, muy elegante; nunca lo había visto vestido así, todo de blanco. Intenté hablarle antes de que se alejase demasiado, pero apenas me llegaba aire a los pulmones. Trataba de decirle, tan sólo: «qué bien te sienta el blanco», pero, a pesar de mis esfuerzos, no conseguía hacer sonar mi voz. La camilla temblaba más fuerte, el enfermero que me empujaba cambió del paso al trote, y la silueta resplandeciente de mi abuelo se empequeñeció con la distancia.
    No sé cuánto tardé en hacerlo pero, finalmente, lo conseguí. Me incorporé en la camilla y se lo solté a pleno pulmón: «¡pero qué bien te sienta el blanco!». Tristemente, él ya no estaba allí. Me vi en una habitación gris y silenciosa, y una enfermera rolliza me contestó en su lugar con un marcado acento murciano:
    —Gracias, tesoro, que te vas a poner bien, ya verás.
    En algunas reuniones familiares sale a colación lo de mi accidente, y yo des digo a todos que no me acuerdo de nada, que estaba inconsciente. Pero cuando mi madre, muy piadosa ella, le dice a mis hijos que tienen que ser buenos para poder ir al cielo, yo me imagino que el abuelo Paco, desde allí donde esté con su impecable traje blanco, me guiña un ojo, suelta un eructo y rompe a reír con su voz de coche viejo.

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Subteniente Estarudo

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