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Mostrando entradas de noviembre, 2021

QUE BIÉN LE SENTABA EL BLANCO

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  Hacía más de dos años que lo habíamos llorado, incinerado y dejado partir al paraíso de los macarras, que yo imaginaba decorado con pósteres de mozas pechugonas y amenizado con canciones de Camela en la megafonía. Por eso, tendría que haberme sorprendido cuando me lo encontré allí, en el pasillo de urgencias, después de tanto tiempo. Aún no sé por qué extraña razón, en ese momento, me pareció normal. Alargó un brazo para darme un cariñoso cachete antes de llegar a volverse, como si apenas terminara de hablar con algún amiguete.      —Tú por aquí, chipirón…      «El abuelo tiene voz de coche viejo que no arranca», le dije a mi madre cuando era niño, y eso le hizo mucha gracia. Seguía sonando cascada y ronca, pero me sentí reconfortado cuando la volví a escuchar. Él apoyó sus manos en el borde de mi camilla y enseguida reconocí esos pequeños puntos verdosos,  cerca de sus nudillos, que nunca entendí para qué servían. Ahora, mirándome desde arriba, apretaba los labios dibujando esa muec

TONGA, RESONANCIAS DEL PACÍFICO

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¡Tonga...! Magnífico topónimo de sonoridad retronasal, que trae a nuestra mente la refrescante imagen de playas de arena clara, aguas cristalinas que centellean bajo el brillo de un sol resplandeciente y el bisbiseo de las hojas de palmera que se acarician entre sí al al ritmo cadencioso la cálida brisa tropical. Sin embargo, lo mejor que nos ofrece ese lejano paraíso es, en realidad, su propio nombre: Tonga. «Tonga» es una de las palabras que cualquier persona con un mínimo de sensibilidad gusta de pronunciar. De hecho, es una de mis palabras favoritas y, tal vez, la que más satisfacciones me produce cuando tengo la ocasión de articularla en voz alta. «Tonga...». La pronuncio despacio, dejando que la lengua quede retenida sin apremio sobre el velo del paladar al hacer sonar la ene, disfrutando de su carácter nasal y retrasando la llegada de la oclusión inevitable de la ge, que nos catapulta graciosamente hacia la a, vocal que, a su vez, resuelve en un satisfactorio final en el que que

DIFÍCIL DE ATRAPAR

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  La trampa, elaborada meticulosamente, no podía fallar. Sin embargo, cuando el veterano policía entró batiendo con la vista el perímetro de la habitación, comprobó abatido que su objetivo había escapado.      —¡Rata asquerosa…! —masculló con rabia.      —Debería ver esto, inspector.      Ambos de agacharon en el centro de la habitación y Carrizosa compuso una mueca de dolor, como si el crujido de las rodillas de su superior, ya en cuclillas, le hubiera dolido a él. Examinaron un pequeño objeto situado exactamente en el centro de la estancia. El inspector sostuvo sus delgadas gafas de ver de cerca. Al poco, se las quitó y se dio algunos golpecitos con ellas sobre la rodilla antes de incorporarse.      —No le falta osadía, desde luego —concluyó Carrizosa—. ¿Qué hacemos, inspector?      —De momento, tráigame otro trocito de queso, a ver. ______________________________ Práxedes Tartalado

ESEPAÑÓLESE, FARÁNACO HA MUÉRETO

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Canasado y somonoliéneto, un hómebere sale de su oficina para tomare une café en ele bare.      —Ponme un cortado, Bernardo, por favor.      Ele camarero se sonerríe mieneterasa viérete une chorrito de leche ene su vaso. Se esecuchan alagúnasa risítasasa de lose quiliénetese senetados a lasa mésasa.      —¿He dicho algo gracioso? —peregunetó voloviénedose hacia quiénese aúne reíana. Berenáredo, desede el ineterioro de la barra, se aneticipó a reseponedérele:      —No, Anaderese, ese poro como lo hasa poronunuciado.      El hómebere le mira con equesetarañeza, álego deseconeceretado. Una niña pequeña se acéreca hasata susu piese y lo señala cono la piruleta de féresa que saca de su boca.      —¡Qué garacioso! Mira como hábala esete señoro —le dice a su mádere, que se cúbere la boca oculetánedo la risa.      —¡Pues cómo quieres que hable, criatura! La que tienes que aprender a hablar eres tú; dile a tu madre que te enseñe. ¡Habrase visto, la mocosa! —la reperime Anaderese.      La chiqui

A TUMBA ABIERTA

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  Noviembre ha dejado caer un suave velo gris sobre la ciudad atenuando los perfiles de todas sus sombras. El silencio que precede a la competición cobra un especial significado, convertido en un muro invisible que se impone, inexorable, frente a la incógnita del resultado. Son las doce y diez, apenas unos minutos más tarde con respecto al horario previsto. En el descansillo de la sexta planta de un edificio residencial, en el número once de la calle Obispo Vidal y Retuerto, una mujer de setenta y tres años espera la llegada del ascensor junto a un carrito de la compra de tela escocesa; es doña Milagros, la vecina del sexto derecha. La puerta del sexto izquierda se cierra con firmeza y el estruendo resuena por todo el edificio. Aparezco yo, Joaquín, con mis vaqueros cuidadosamente rotos, una sudadera del Decathlon y estas zapatillas rojas que me resisto tenazmente a tirar a la basura. Ya no hay vuelta atrás: inmaduro treintañero mileurista y señora con pelo de bola nos damos cita en la

LA MUTACIÓN SIBERIANA

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  Vista desde aquella lejana nube, la gran esfera azul transmitía una falsa sensación de quietud. El anciano la contemplaba con los brazos en jarras, como si evaluase su lento movimiento giratorio que exponía u ocultaba océanos y continentes del lejano resplandor del sol. —Yo creo que te estás pasando; mira que es Navidad —dijo en voz alta un joven de aspecto famélico y cabellos descuidados que se repantigaba en una silla plegable blanca algunos metros detrás de él. El viejo pareció no haberle escuchado y permaneció pensativo, inmune al gélido viento de la troposfera que agitaba su barba blanca. Resopló y se cruzó de brazos. —Que les den —masculló. —Vale, pero podrías haber organizado algo más… definitivo. Otro diluvio, o algo así —le reprochó el más joven. —Pero ¿tú estás tonto? ¡Que tienen barcos, criatura! Sólo en uno de esos cruceros noruegos ya caben imbéciles suficientes para repoblar este planeta y varios de los que tengo de reserva en aquella galaxia de ahí atrás —rezongó señal

¡MATADLO!

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—¡Eh, mirad! ¡Ese hombre al que dábamos por muerto y que, aprovechando un descuido de los vigilantes, se ha apoderado del amuleto que el capitán Halls había escondido en la bodega del barco robado a los filibusteros jamaicanos justo antes de aquella terrible tormenta en la que el recién ascendido almirante O'Brian cayó por la borda trata de escapar! —¡Matadlo! ______________________________ Erica Vezzona