QUE BIÉN LE SENTABA EL BLANCO
Hacía más de dos años que lo habíamos llorado, incinerado y dejado partir al paraíso de los macarras, que yo imaginaba decorado con pósteres de mozas pechugonas y amenizado con canciones de Camela en la megafonía. Por eso, tendría que haberme sorprendido cuando me lo encontré allí, en el pasillo de urgencias, después de tanto tiempo. Aún no sé por qué extraña razón, en ese momento, me pareció normal. Alargó un brazo para darme un cariñoso cachete antes de llegar a volverse, como si apenas terminara de hablar con algún amiguete. —Tú por aquí, chipirón… «El abuelo tiene voz de coche viejo que no arranca», le dije a mi madre cuando era niño, y eso le hizo mucha gracia. Seguía sonando cascada y ronca, pero me sentí reconfortado cuando la volví a escuchar. Él apoyó sus manos en el borde de mi camilla y enseguida reconocí esos pequeños puntos verdosos, cerca de sus nudillos, que nunca entendí para qué servían. Ahora, mirándome desde arriba, apretaba los labios dibujando esa muec