A TUMBA ABIERTA

 


Noviembre ha dejado caer un suave velo gris sobre la ciudad atenuando los perfiles de todas sus sombras. El silencio que precede a la competición cobra un especial significado, convertido en un muro invisible que se impone, inexorable, frente a la incógnita del resultado. Son las doce y diez, apenas unos minutos más tarde con respecto al horario previsto. En el descansillo de la sexta planta de un edificio residencial, en el número once de la calle Obispo Vidal y Retuerto, una mujer de setenta y tres años espera la llegada del ascensor junto a un carrito de la compra de tela escocesa; es doña Milagros, la vecina del sexto derecha. La puerta del sexto izquierda se cierra con firmeza y el estruendo resuena por todo el edificio. Aparezco yo, Joaquín, con mis vaqueros cuidadosamente rotos, una sudadera del Decathlon y estas zapatillas rojas que me resisto tenazmente a tirar a la basura. Ya no hay vuelta atrás: inmaduro treintañero mileurista y señora con pelo de bola nos damos cita en la tensa quietud de la zona comunitaria del inmueble.

                Llega el ascensor. Doña Milagros abre la puerta, la sujeta un instante y levanta las cejas mirándome por encima de sus enormes gafas con cadenita en clara invitación a compartir el estrecho cubículo. Sonrío y niego con la cabeza; he esperado largamente este momento. Ella se encoge de hombros, se sube al ascensor y una tenue sonrisa de superioridad redibuja fugazmente las arrugas de su semblante. Mientras tanto, realizo algunos movimientos circulares con la cabeza para desentumecer el cuello y sacudo los brazos para liberar la tensión acumulada. Un leve chirrido acompaña el movimiento de la puerta del ascensor, que se cierra lentamente. Todo puede suceder, y la ciudad, silenciosa, parece contener el aliento. Doña Milagros pulsa el botón de la planta baja y el aparato da un leve respingo antes de iniciar el descenso.

Con un salto perfectamente calculado, me lanzo por la escalera superando cinco peldaños sin tocar el suelo. Giro en el primer rellano apurando los límites de las paredes y encaro el segundo tramo hacia el quinto piso con determinación. Mi vecina continúa el trayecto con un ritmo muy constante y, a mi paso por el descansillo, intuyo su silueta a través del cristal traslúcido del ascensor, aferrada firmemente a  su voluminoso bolso negro. Los tiempos están muy igualados.

El estado del suelo de la escalera parece óptimo; los sábados el conserje no pasa la fregona y eso me garantiza una bajada rápida en condiciones de seco. Sé que estoy marcando buenos registros, pero el ritmo de esta mujer es implacable. Al paso por la cuarta planta la igualdad es total, y mi provecta competidora, en el interior del ascensor, cambia el peso sobre la otra pierna mientras se acaricia el lóbulo de la oreja izquierda.

Trato de mantener la máxima concentración y, apurando la trazada, llego a rozar levemente las paredes y la barandilla que rodea el hueco del ascensor en cada curva. Este tramo es complicado; Pablito, el monstruoso niño del tercero derecha, tiene la maldita costumbre de dejar su patinete tirado en mitad del rellano, pero yo ya contaba con ese posible inconveniente. Supero el obstáculo de un salto y continúo el recorrido, aunque creo que este movimiento me ha hecho perder algunas décimas que, a la postre, pueden resultar decisivas. Cuando me cruzo con la trayectoria de doña Milagros, apenas consigo vislumbrar la forma esferoidal de su peinado, fuertemente solidificado con laca Sunsilk. Ella se mantiene en un ritmo absolutamente inamovible. Sin duda, es el momento de arriesgar: decido ayudarme de la barandilla y la agarro con fuerza para impulsarme, superando los siguientes tramos con largos saltos, perfectos en su ejecución, que rozan la temeridad. En el segundo piso, ya casi he conseguido neutralizar las diferencias.

Entramos en la última fase de la bajada y el resultado sigue siendo una incógnita, pero tengo muy buenas sensaciones y contemplo la idea de llegar al portal con un ligero margen de ventaja. La victoria está a tan solo a un puñado de escalones y me dispongo a acometer el último sector de la escalera. Tres curvas, veintisiete peldaños, apenas quince metros me separan de la victoria.

¡Dios mío, los primeros escalones de la planta baja están invadidos por varias cajas de cartón! Un hípster con expresión bovina  y uniforme de Amazon está apilando unas encima de otras. Es demasiado tarde; mis pies, como perdices en desbandada, surcan el  aire a dos palmos del suelo. La frenada es imposible.

He golpeado con ambas rodillas en sendas cajas, justo sobre el rótulo que indica «frágil», y he aterrizado junto a ellas sobre las pulidas baldosas del portal, en la misma posición que adoptan los pingüinos para dejarse caer al océano Antártico desde un iceberg. El descenso ha concluido para mí, justo cuando acariciaba el triunfo con la punta de mis dedos. Aún con la barbilla en el suelo, he visto pasar las ruedas del carrito de la compra de doña Milagros precedidas por sus charolados zapatos marrones; mi vecina ha alcanzado, triunfante, la puerta que da a la calle.

—¡Uy, Joaquín! ¿Te has hecho daño?

Me incorporo de un salto, me sacudo despreocupadamente los pantalones y sonrío mientras el politraumatismo me inflige dolores terribles, agudos y palpitantes, en rodillas, codos y muñecas.

—¡Qué va, mujer! Un tropezón de nada…

Doña Milagros sale a la calle y, a través de los cristales del portal, observo su rechoncha figura sobre la acera, detenida, que se vuelve hacia mí. La insultante sonrisa del vencedor se instala en su expresión mientras le da la vuelta al carrito de la compra, que ahora levanta en el aire con ambas manos, y desaparece calle abajo, levantando rueda.


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Subteniente Estarudo


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