LA MUTACIÓN SIBERIANA

 


Vista desde aquella lejana nube, la gran esfera azul transmitía una falsa sensación de quietud. El anciano la contemplaba con los brazos en jarras, como si evaluase su lento movimiento giratorio que exponía u ocultaba océanos y continentes del lejano resplandor del sol.

—Yo creo que te estás pasando; mira que es Navidad —dijo en voz alta un joven de aspecto famélico y cabellos descuidados que se repantigaba en una silla plegable blanca algunos metros detrás de él.

El viejo pareció no haberle escuchado y permaneció pensativo, inmune al gélido viento de la troposfera que agitaba su barba blanca. Resopló y se cruzó de brazos.

—Que les den —masculló.

—Vale, pero podrías haber organizado algo más… definitivo. Otro diluvio, o algo así —le reprochó el más joven.

—Pero ¿tú estás tonto? ¡Que tienen barcos, criatura! Sólo en uno de esos cruceros noruegos ya caben imbéciles suficientes para repoblar este planeta y varios de los que tengo de reserva en aquella galaxia de ahí atrás —rezongó señalando tras su espalda con un pulgar.

—Bueno, pues tírales una piedra, como a los dinosaurios —sugirió el melenudo tratando de contener la risa.

—¡Por todos los demonios! Ya te he dicho que fue sin querer. Me vas a dar la tabarra con eso durante toda la eternidad, ¿verdad? —respondió en anciano  algo irritado. 

—Pero a ver, papá: podrías haber dejado que ganase Trump y acelerar todo esto… digo yo.

—Ni “tram”, ni “trim”, ni “trum”. Ya tengo un plan, y está decidido. Voy a producir una mutación en el virus para que se les quite un poco la soberbia con la que se chulean de su vacuna. Se van a arrepentir, estos de "fincher", de no haber fabricado la vacuna en formato de supositorio.

La silueta resplandeciente del anciano se oscureció bajo la sombra de una paloma que se acercaba batiendo unas perfectísimas alas blancas. Se posó suavemente en su hombro y le susurro:

—Pfizer.

—“Fitchen” —contestó él. La paloma dio dos pasitos andando de lado y se acercó un poco más a su oído.

—Pfizer, con “p” inicial.

—“Filser” —trató de emular el viejo.

—¡Pfizer!

—“Pfinsel”.

La paloma giró un poco su nívea cabecita y extendió sus alas antes de emprender el vuelo y alejarse en dirección al sol. El hombre de la túnica blanca movía los ojos con rapidez como si buscase la palabra que no encontraba en algún punto indeterminado de la estratosfera.

—¡¡”Psitfer”!! —bramó, aunque el albar pajarillo ya había desaparecido de los alrededores. A resultas de aquel estentóreo alarido la costa occidental africana estuvo tres días sin electricidad y sin internet.

—Suso, lo he dicho bien, ¿no? Es así: “pritfers”, ¿verdad? —preguntó volviéndose hacia su desgreñado interlocutor, que ahora escondía la cara entre las manos y agitaba los hombros sin poder reprimir un desatado ataque de risa. El anciano lo miró con patente desdén y volvió la cabeza antes de proclamar:

—Bueno, da igual cómo se llame. Voy a poner en marcha la “mutación siberiana” y aquí paz y después gloria.

—¡Anda que no se ve de qué pie cojeas, papá! —contestó el otro ya recompuesto—. Le podías haber llamado también la “mutación venezolana”, ¿no?

—Pero bueno, hijo mío de mi alma, de mi vida y de mi corazón. ¿Es que no te das cuenta que todo lo que haga o diga a ti te va a parecer siempre mal? De verdad, que no sé por qué eres así conmigo. No, si la culpa es mía, por darte todos los caprichos. ¿No te acabo de subir al futbolista ese que dices que te gustaba tanto? ¡Pues hala! Vete a jugar al fútbol con él a otra nube por ahí, anda. Pero si le da con la mano no me vengas luego con historias a mí, ¿eh?

El abuelo interrumpió su retahíla, sobresaltado, al sentir sobre su hombro las patitas de la paloma que había regresado para posarse de nuevo sobre su hombro. El ave sostenía algo con el pico que dejó caer con delicadeza sobre sus manos envejecidas; tan sólo era una pequeña rama de acebo que servía de lecho a tres bolitas rojas y brillantes. El vetusto hombre de la túnica sintió que algo rebullía en su interior y su semblante, antes severo y cargado de determinación, pareció ahora reblandecerse para llevar su mirada hasta una expresión de inmensa ternura. Sin levantar la cabeza, desvió los ojos hacia la enorme mole terrestre que giraba lentamente en el profundo silencio del universo y dio unos cuantos golpecitos con la rama de acebo sobre sus nudillos. Finalmente, sacudió la cabeza y suspiró.

—Pásame con San Juan, hazme el favor, anda —dijo tras extraer un teléfono móvil del interior de su túnica. Su hijo le observaba de soslayo jugando distraídamente con unos jirones de vapor blanquecino que arrancaba, con su vieja sandalia, de la nube sobre la que había puesto su silla plegable.

—Juanito, ¿me oyes? Mira, avisa a los jinetes… sí, a los cuatro.

La paloma se mantuvo suspendida a media altura con un suave aleteo y el joven de pelo largo puso sus manos sobre las rodillas, paralizado por la expectación.

—Abortamos —dijo el anciano con satisfacción antes de plegar el teléfono móvil.

—¡Jopé, papá, qué mal te expresas! —protestó su vástago con cierto fastidio.

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