ASUNCIÓN, LA DE LA MERCERÍA.


Se alejó esposada, con la mirada serena y la cabeza apoyada en el cristal del vehículo policial. Había entrado en la sucursal justo delante de mí para interponer noventa o cien kilos de volumen corporal entre la empleada a la que me dirigía y yo. Bien arreglada, pelo corto, gafas con cadenita y un atroz rastro de olor a laca que hacía imperativo mantener la distancia de seguridad. Me pareció nerviosa, instalada en un cierto rictus que denotaba angustia. Se sentó frente a una joven que apenas se dignó a alzar la mirada y yo me dispuse a esperar mi turno apoyado en una columna cercana.

La mujer extrajo de un voluminoso bolso marrón una carpeta de gomas llena de papeles; todo preparado para el ICO que, amparándose en las ayudas del gobierno, se afanaba por tramitar. Y sí, si están pensando que soy el típico fisgón que pega la oreja en las conversaciones de los demás, han acertado; me enteré de todo:

Que su marido había sufrido un accidente cardiovascular, que ella tuvo que contratar a una joven ecuatoriana para ayudar en la mercería porque tenía que ir a cuidar de su marido y darle de comer, que su empleada era madre soltera con un hijo pequeño y que no podía ahora ponerla en la calle, angelita mía, y que los botones, los hilos y las cremalleras no eran esenciales. En definitiva, que le había sobrevenido la tercera edad sin vacaciones, malvendiendo cuatro bobinas de hilo en aquella mísera tiendecita y haciendo arreglos frente a su vieja Singer, con la chapa bajada, hasta las tantas de la madrugada.  «Y mira tú ahora, a ver qué hago yo si con esto del coronavirus no me dejan ir a trabajar...» decía cuando se le empezó a quebrar la voz. La empleada no levantó la vista y continuó tecleando frente a su pantalla sin variar un ápice la cadencia con la que, detrás de su mascarilla, rumiaba pausadamente un chicle.

El punto de conflicto llegó cuando lo del seguro. La empleada tuvo que hacer venir al director, que resultó ser un chaval joven, alto y bien parecido, con el pelo engominado hacia atrás dejando asomar graciosamente algunos rizos sobre la nuca. Hace un par de meses era un administrativo más, con el tedio pintado en su cara del mismo color que el de sus compañeros, pero ahora le pagan un poquito más por aquello de dar la cara. Sin sacar la mano del bolsillo y ajustándose al protocolo que supuse que le habían prescrito en la central para tratar de resultar un “tío majete”, le explicó a la mujer cómo iba aquello, lo del seguro. Sin embargo, ella, que entonces supe que se llamaba Asunción, optó por el enroque corto:

—Pero vamos a ver: si me obligan a sacar un seguro de veinte euros al mes, que son doscientos cuarenta al año, que en cinco años hacen mil doscientos, y lo sumo a los cinco mil euros que me prestan más los intereses, el crédito me sale por un riñón. ¡Acabo pagando la cuarta parte de lo que me presta! —protestaba con más asombro que indignación.

El director, que mantuvo una ceja levantada durante toda la conversación, insistió en que el seguro era "o-bli-ga-to-rio", que no era cosa suya y que “eso viene ya impuesto de la central”.

—Señora, se lo van a pedir en cualquier banco. Vaya usted y pregunte —afirmó señalando con la cabeza hacia la puerta y encogiendo los hombros.

Ella permaneció un instante inmóvil, contritas las facciones, e introdujo los papeles en el bolso del que los había sacado. Percibí que le comenzaba a temblar la barbilla y el creciente rubor de su rostro me condujo a pensar que se avecinaba un giro de los acontecimientos.

Llegado este punto, la mujer se pone en pie y se cuelga el bolso del brazo izquierdo. La joven administrativa se baja la mascarilla, resopla en señal de aburrimiento y hace girar un clip entre sus dedos, con el belfo caído y la mirada vacía, esperando a que se hagan las dos. El elegante joven cambia su peso sobre el otro pie y hace sonar mecánicamente algunas monedas en el interior del bolsillo del pantalón, del que no ha sacado la mano en ningún momento. Con el ceño fruncido en "configuración James Dean", sostiene sobre aquella señora una mirada victoriosa, desafiante, sólidamente soportada por ecuménicas premisas bancarias fuera de toda discusión: vienen impuestas desde la central. Se instala una quietud tensa que me resulta familiar, como el inminente comienzo de La cabalgata de las valquirias.

La tal Asunción, sin decir palabra y manteniendo los pies firmes en el suelo, gira el tronco hacia atrás y extiende su brazo derecho que, pon un segundo, se me antoja comparable al de una campeona olímpica ucraniana de lanzamiento de martillo. Tras dibujar una perfecta parábola en el aire, la mujer le inflige al entrañable mancebo, sin mediar aviso alguno, la madre mitocondrial de todas las hostias a mano abierta que en mi dilatada existencia he tenido oportunidad de presenciar. Lo mejor: el sonido. Profundo a la par que explosivo. Contundente, pesado y compacto, como la tercera nota del We will rock you.

Un orondo vigilante de seguridad la retiene, sofocado, mientras llega la policía. La mujer se muestra tranquila, como liberada, pero al rato se vuelve hacia la yacente figura del director que permanece, semiinconsciente, tendido aún en el suelo:

—¡Niño, dile a la central que no es cosa tuya, que esta te ha venido ya impuesta por Asunción Castillejo Mazuelas, hazme ese favor, mi rey!

Llega un indicativo policial  y dos agentes introducen, ya engrilletada, a nuestra protagonista en el asiento trasero. Cuatro o cinco personas que hacían cola en el exterior de la oficina presencian la detención. Una de ellas, aún sin saber qué está pasando, se arranca a aplaudir hacia el coche policial y yo me sumo.

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