ANAMARI (caja tres)

El anciano que me precedía tan sólo llevaba dos botellas de vino de oferta y una bolsa semiabierta de patatas fritas, de las que ya se había comido la mitad. Ella hizo avanzar la cinta y, al volverse, nuestras miradas se cruzaron un instante. Yo, con la cabeza baja, extraje del carrito la comida del gato, los canelones precocinados y el paquete de magdalenas rellenas de chocolate. El viejo toqueteaba las monedas que sostenía en la palma de la mano y ella, paciente, volvió de nuevo la vista hacia mí. Nos habíamos mirado. Fue sólo un instante, pero nos habíamos mirado. Podría fingir que no la había visto, que estaba distraído pensando en mis cosas, pero estaba claro que nos habíamos mirado, eso era indiscutible. Cuando llegó mi turno, levanté la vista con los ojos entrecerrados, como no queriendo ver los suyos que me sonreían hasta desaparecer bajo una divertida sucesión de arrugas que multiplicaban su belleza. Ella no dijo «hola», sino que, más bien, lo cantó e hizo sonar cuatro pitidos antes de dictar sentencia:

—Dieciséis con sesenta y cinco —proclamó mientras introducía amablemente mi compra en una bolsa que no me cobró—. Por cierto, genial tu última novela. Me ha encantado, sobre todo el final, cuando el ascensorista suelta eso de que «la injusticia es el bicarbonato de los fracasados» y se suicida.

En lugar de sentirme halagado, me puse más nervioso aún. Resultó que me conocía y, además, había leído mi último libro. Después de un centenar de ocasiones en las que me torturé pasando frente a ella con el corazón al borde de la arritmia y esos ridículos vales de descuento en la mano, me sentí asustado y sorprendido. Sabía quién era yo.

Atenazado por una violenta ansiedad, comencé a hablar de forma convulsiva,  como me suele suceder siempre que me asalta el nerviosismo.

—Bueno, ahora estoy con otra cosa, de espías y fugitivos nazis, pero en realidad es una historia de desazón y remordimientos, de lo estéril que resulta dar sentido a nuestras acciones pasadas cuando contemplas tu vida desde una vejez sobrevenida sin aviso y en la que te niegas a aceptar la sinrazón de tu propia existencia…

—¡Vaya! Eso mola… —dijo mirándome con admiración.

En ese momento, postrado ante el esplendor de aquella diosa, mi incontinencia verbal se desató sin freno; no podía dejar de hablar.

—Lo planteo desde la óptica de un escritor fracasado que lo poco que obtiene de sus novelas infumables se lo funde en billetes de lotería que jamás resultan premiados. El tío vive en la más absoluta ruina y, para poder obtener comida, se aprovecha de una cajera retrasada mental que no se da cuenta de que le paga con billetes de cincuenta euros que hace él mismo en su fotocopiadora a color. Luego resulta que se enamora de ella y se siente mal, pero se aferra a la idea de que sólo es cuestión de tiempo que se le terminen de descolgar las tetas y adopte forma de hipopótamo, como casi todas las mujeres que superan los cuarenta, por lo que persiste en su actitud. Siente que su vida es una mierda, pero se consuela pensando que la de su amada debe de ser todavía peor; solo una cateta irremisiblemente iletrada es capaz de lanzarse a la lectura de semejante montón de basura hedionda como la que él mismo se ocupaba de excretar en forma de pseudoliteratura para cajeras de supermercado semianalfabetas.

Mi boca se detuvo mucho después de que yo estuviera realmente allí. No entendía cómo llegué a decir todo aquello, pero lo hice, y ya no había vuelta atrás. Pasé de un nerviosismo extremo a una vergüenza inimaginable y, cuando le vi bajar la cabeza, desee con intensidad que el mundo acabase en ese mismo instante. Ella giró los ojos a ambos lados y, viendo que nadie la escuchaba, tan solo dijo:

—Pues yo salgo a las ocho y media.



______________________________




Jacob Zeckado



Comentarios