EL CONDENADO




«Si estás condenado, estás condenado; eso pensaban en la Antigüedad», me dijo Joaquín cuando me habló de esas tres mujeres con túnica que hilan la vida de la gente. Pero, según él, las cosas no eran así; «si estudias mucho y aprendes latín, griego, historia y geografía, te salvas», aseguraba. Y Joaquín, que sabía mucho de todo eso, se creía a salvo.

Lo conocí cuando me llevaron a una escuela que no estaba lejos del poblado de chabolas en el que me crie; un barracón prefabricado en el que una docena de niños gitanos pasábamos las mañanas entre libros, lápices, sacapuntas, y gomas de borrar que olían a golosina. La llamaban «escuela puente», porque era el puente que debíamos cruzar para ser normales, como los payos. Joaquín era nuestro maestro, pero no era un viejo con bigote que te daba con la regla de madera en los dedos, como decía mi hermano. ¡Qué iba él a saber, si no había ido nunca a la escuela! Joaquín iba en vaqueros, calzaba zapatillas de deporte y algunos días venía con una camiseta negra de ACDC. Solía llevar el pelo largo, pero de vez en cuando se lo cortaba, y ese día nos quedábamos todos callados al verle entrar en el aula, no fuese que también se hubiera cortado su permanente buen humor.

Yo me esforzaba en aprender todo lo que nos enseñaba, como si recogerá con ansia todas las aceitunas que caen de un olivo al viento, temiendo que se fueran a pudrir. Luego vino lo de la redada y se llevaron a mi madre y a mi hermano mayor. Joaquín, que me había cogido cariño, se las arregló para que me dejasen ir a vivir con él en su pequeño apartamento en el barrio de El Pilar. «Provisionalmente, hasta que los perdonen», me dijo en cuclillas frente a mí, sujetándome los hombros. No sé si debería sentirme mal por ello, pero entre que si los perdonaban o no, yo recuerdo haber vivido una época muy feliz. Dormía en una casa de las de verdad, no de chapa y tablones, y estaba rodeado de libros. Los dos solos, felices, y sin ratas. Me presentó a Asterix, a Mortadelo y Filemón, a Rompetechos y a mil personajes más. Luego viajamos juntos a Lilliput, montamos en alfombra mágica, exploramos el mar en el Nautilus y llegamos a Camelot pasando por el centro de la tierra. Se partía de la risa aquel día en el que me sorprendió frente al espejo tratando de recortar mi flequillo para que me quedase como el de Tintín. 

Yo, en imparable descenso por el resbaladizo tobogán de la lectura, no me fijaba en que él pasaba menos tiempo en casa ni en que, cuando llegaba, ya no tenía ganas de contarme cosas de esos dioses crueles y caprichosos que hacían prodigios impredecibles. Ya no era frecuente oírle reír y, después de la cena, permanecía inmóvil en el sofá con la cabeza baja y el semblante descolgado. Yo quería que me hablase, pero él apenas podía mirarme, como si le faltasen las fuerzas para levantar los párpados. Lo entendí todo el día en el que llamó a la puerta uno que conozco del poblado; venía a cobrar diez mil pesetas, y donde yo vivía no se vendían lechugas ni berenjenas. El producto estrella era el jaco, seguido de cerca por la farlopa. Y chocolate, eso sí, el que quieras. Encontré los trocitos de papel de aluminio, ya quemados, entre los restos de la basura, y resonó en mi cabeza la risa cruel de esas tres putas viejas de las túnicas.

Algo después, cuando le despidieron de la escuela, mi padre me llevó de nuevo al poblado y me dejó en casa de su hermana, mi tía Chelo, porque él estaba con lo de los mercadillos y no se podía hacer cargo. Yo no quise volver al apartamento; me limitaba a soñar en secreto que Joaquín escapaba de su de Castillo de If invisible y aparecía con su moto frente a mi chabola para irnos juntos a la Isla de Montecristo, a ver si queda algo sin recoger. Y aún dejaba cocer esa absurda esperanza en algún remoto rincón de mi confusa mente de preadolescente cuando, un año más tarde, llegaron noticias por cortesía de la señora de la tienda de ultramarinos, primigenio antecedente del canal 24 horas. «Tiesecico», fue la palabra que empleó para describir cómo lo encontró el portero del inmueble cuando entró, extrañado tras un largo encierro, en el apartamento de Joaquín. «Se conoce que estaba con eso de lo de las drogas y ya no tenía dinero, la criatura, y se puso una sobredosis. Dos monedas de cien pesetas le quedaban, nada más, que las tenía en la mano cuando lo encontraron allí tendido en la cama».

Cuando estamos recogiendo chatarra y hacemos un descanso, me quedo tranquilo en la furgoneta, leyendo. Los otros se tocan con el codo y ríen: «anda, primo, que para lo que te ha servido tanto libro…», dicen. No saben que saber consuela, aunque igual no te vale de nada si aquellas siniestras hilanderas tienen otros planes, como decían los de la Edad Antigua. Y yo no me enfado; ellos no han tenido un profesor.

______________________________

Comentarios