LIBRE, AL FIN


Me llamo Emiliano y estoy sobrecogido. Por los gases digo, no por la pandemia, aunque también. Debí acordarme del atroz efecto de las coles de Bruselas, que me sientan fatal. No tardan en reaparecer, vengativas, en forma de invisibles zarpazos a media altura en el mi reducido salón, combinando agrios matices de metano con otros más profundos, como de poza séptica saturada de heces de jubilados ingleses que se alimentan de judías dulces con tomate. El confinamiento en un apartamento de treinta metros cuadrados, en estas condiciones, me parece fascista. Tardarán meses en encontrar mi cuerpo, y no quiero ser un número más en la estadística; voy a abrir la ventana.

En el edificio de enfrente hay un hombre de pie, muy bien peinado, con una mano en el bolsillo. Abre mucho la boca y canta, canta ópera. No lo hace mal, y algunas cabezas se giran hacia él. Se cierran varias ventanas, y luego algunas más. Sigue cantando, pero su vigorosa voz resulta mortalmente herida por el chirrido infame de un niño con gafas que tortura una flauta dulce dos pisos más arriba. La voz cesa, pero el niño no. Un viento triste se instala en el vecindario.

Tan triste, que cierra mi ventana y me empuja hacia el sofá. Ahora veo que no me escaparé, que tendré que aguantar ahí con él. Este perdedor alopécico de ojos vacíos me resulta deprimente, con esas piernas blancuzcas y peludas, arrastrándose con sus calcetines hediondos dentro de mis propias pantuflas. Decido ignorarlo y leo cosas, algunas de ellas bien traídas, que tendría que haber escrito yo, o tal vez él. Así no sería un fracasado. Se podría afeitar, también.

Ya son muchas horas. Pedro Sánchez habla y la televisión desprende un extraño olor a aceite mil veces refrito que me aplana más aún en el sillón. Pongo la sexta y están todas buenas, aunque intuyo que ocultan algo; se muestran muy convencidas de todo. Me levanto ya porque algo me está golpeteando en la cabeza sin cesar. Ah, claro: los anuncios.

Se me ha ocurrido algo, creo. O no. Bueno, sí: voy a subir a ver a Puri la del sexto. No es muy guapa, pero siempre quiere. Me llevo un tazón vacío de Bob Esponja, por si me encuentro con alguien: primera necesidad. No me abre, ¡qué tonta!

—Puri, ábreme, venga.

No pienso insistir, tengo mi dignidad. Que baje ella, si quiere, y ya me pensaré si le abro.

—Puri, abre, tonta, que ahora tenemos que estar unidos.

Fumo apoyado en el balcón y expulso aritos de humo. Ya no hay viento, y me salen bien, casi perfectos. Ahora, uno muy grande, y otro más pequeño. Tres seguidos. Cuatro, venga; cuatro es difícil. He encontrado algo interesante: las nereidas. No sabía ni que existieran, o que no existieran, no sé. Me voy a la cocina a hacerme otro café pero, cuando empiezo a beber, me doy cuenta de que no sería capaz de repetir el nombre de ninguna de esas nereidas: confinamiento cerebral.

Se ha hecho de noche, y ella también está frente a una pantalla. Su silueta se recorta en el rectángulo ámbar de su ventana en el edificio de enfrente. Me vuelve a mirar; parece guapa. Me levanto y la observo con mi frente apoyada en el cristal. Se recoge la coleta y me mira de nuevo. Creo que me sonríe, y ha abierto la ventana. Mi pulso se ha acelerado un poco, pero me tranquiliza saber que desde esa distancia ella no lo puede notar. Tal vez, cuando acabe todo esto, podríamos quedar un día. Igual vamos a una terraza y charlamos entre risas, igual hasta nos cogemos de la mano, igual me mira a los ojos y no aparta los suyos, igual empieza algo, o empieza todo.

Ahora se ha inclinado sobre el alféizar y me saluda con una mano. Parece que dice algo a gritos pero no la llego a oír; está un poco lejos. Grita más fuerte aún; sólo distingo la última palabra: “teléfono”. Creo que me está pidiendo que le dé mi número. Siento una repentina debilidad en las piernas y, ahora sí, aumenta mi ritmo cardíaco. Levanto mi mano derecha y la agito mientras lleno de aire mis pulmones. Abro mucho la boca para contestar, pero una voz que surge de desde la ventana del piso de abajo se me anticipa:

—¡Adela, que llames a tu madre! —grita un hombre.

Yo bajo mi mano. Subo la izquierda. Ahora subo la derecha, y ahora la izquierda. Derecha, izquierda, derecha, izquierda. Me agacho, subo, me agacho y subo. Cinco veces. Gimnasia nocturna. Mi vida no es una mierda, mi vida no es una mierda… Cinco veces también.

El hombre de cejas pobladas y ojos verdes también está triste y habla apenas con un hilo de voz aguda y ronca, como esforzándose. Comenta algo de medidas, de situaciones posibles, de estadios de evolución, pero con su mirada dice a gritos que lo que realmente quisiera es no estar allí.

Ahora estoy frente a la pantalla de mi ordenador y doy comienzo a lo que, más adelante, será considerado como la mejor obra literaria que jamás se haya escrito. La primera frase es crucial: «Cuando bajó del caballo, supo que su destino estaba allí, escrito en las miradas vacías de aquellos cadáveres que se apilaban en decrépitas carretas, en remotos ecos de frases interrumpidas con desdén por la guadaña inmisericorde de...»

Se ha ido la luz. En el oscurecido monitor se refleja, oculta en la penumbra, la imagen de Pérez-Reverte que está de pie detrás de mí con una mano en el bolsillo. Finjo que no lo he visto, pero siento cómo posa la mano sobre mi hombro. Ahora me aprieta con crudeza.

—¿Remotos ecos de frases interrumpidas con desdén...? ¿En serio? —me dice en tono condescendiente—. Mire, amigo: he visto hombres gritar en la oscuridad tratando de palparse las piernas recién amputadas y mujeres reventadas que corren sujetándose los intestinos por escribir cosas con mucho más acierto.

La luz ha vuelto, pero don Arturo ya no está. El que sí que está ahí, repantigado en el sofá, es el odioso perdedor de vientre desbordante tapándose la cara con un libro. Sé que se está riendo y sé que me desprecia, pero no se lo puedo reprochar; él no conoce mi secreto. Un día lo sabrá, es cuestión de tiempo. Solo falta esperar ese funesto momento el que una ignota legión de hombrecillos subterráneos coloque minas bajo las baldosas del paseo marítimo y deje indicado, con un número de cada color, cuántas otras baldosas minadas hacen contacto con ella. Todo llegará.

Creo que voy a llamar al primo Ramón, el único ejemplar que me queda de mi familia con constantes vitales. Es un crack de las matemáticas y se maneja bien con técnicas de análisis funcional, álgebras de Banach, convexidad, topologías débiles y cosas así. Las croquetas, en cambio, le salen un poco secas, aunque pone buena voluntad. No sé si llamar, igual está aplaudiendo; él es así, de los que imparten una conferencia muy sesuda sobre matemáticas avanzadas y luego salen a aplaudir aunque su ventana da a un descampado. La que me da más miedo es su mujer, Paloma, que cuando aplaude seguro que dice “wu, wu, wu…” haciendo girar una manivela invisible con una mano en alto. Pospondré la llamada mientras compruebo si me queda Omeoprazol 40 mg.

Venga, voy a llamar, que soy un “vinagres”, y en estos momentos se agradece el contacto con los tuyos. Miro fijamente la pantalla del móvil con el número de Ramón y me pregunto qué me detiene. Ya me he dado cuenta: es la posibilidad de que Ainoha, su hija mayor, haya compuesto una canción sobre el coronavirus y pretenda interpretarla con su guitarra por videollamada para aliviar mi confinamiento. Los hospitales están saturados y no puedo presentarme allí ahora con un derrame cerebral; he de actuar con responsabilidad.

La cajera del DIA me ha mirado mal. «¿Sólo el whisky y las trufas de chocolate, o necesita algo más de primera necesidad?» ha dicho con cierto regodeo. Yo he estado muy bien, muy a la altura, y me he marchado sin partirle tres vértebras con la botella de Ballantines. La pobre no sabe que hoy es un día importante: tengo que celebrar el fin del arresto domiciliario que me decretó el juez. Una chorrada, no crean; una discusión muy tonta con un tío que, bueno... Es que la gente es gilipollas. Da igual, es 15 de marzo y ya soy libre.

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Jacob Zeckado

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